miércoles, 3 de julio de 2024

Los amigos que uno tiene y los que uno cree tener | por Zygmunt Bauman

"Nuestros antepasados remotos lo tuvieron fácil: ellos y sus seres queridos tendían en general a habitar el mismo lugar desde que nacían hasta que morían, en estrecha proximidad mutua y al alcance y a la vista los unos de los otros." Zygmunt Bauman

Artículo del filósofo y sociologo inglés Zygmunt Bauman, sobre algunos espejismos de la amistad a lo largo de la historia y sobretodo en particular en el siglo XXI.   

El profesor Robin Dunbar, antropólogo evolutivo de la Universidad de Oxford, insiste en que «nuestras mentes no han sido diseñadas [por la evolución] para que, en nuestro mundo social, quepa más que un muy limitado número de personas». 


Dunbar ha calculado en realidad esa cifra: según él, «la mayoría de nosotros podemos mantener solamente en torno a ciento cincuenta relaciones mínimamente significativas». No es de extrañar que él mismo haya denominado ese límite — impuesto por la evolución (biológica)— el «número de Dunbar». Ese centenar y medio es, podríamos decir, el número que alcanzaron nuestros antepasados remotos a través de la evolución biológica y que esta no logró superar. A partir de ahí, dejó el terreno libre a su mucho más ágil y diestra (pero, sobre todo, más rica en recursos y menos paciente) sucesora: la llamada «evolución cultural» (es decir, aquella provocada, moldeada e impulsada por los propios seres humanos, que pone en juego los procesos de enseñanza y aprendizaje, en vez de los cambios en la disposición de los genes). 

Aclaremos que ciento cincuenta era probablemente el número máximo de criaturas que podían juntarse, permanecer juntas y cooperar de manera provechosa cuando la supervivencia del grupo dependía únicamente de la caza y la recolección; el tamaño de una manada protohumana no podía superar ese límite mágico si no se acopiaban (o, mejor dicho, inventaban) fuerzas y (¡sí!) herramientas más sofisticadas que las proporcionadas por los colmillos y las garras. Sin esas otras fuerzas y herramientas, denominadas «culturales», la proximidad continuada de una cifra más amplia de individuos habría resultado insostenible, por lo que cualquier capacidad de «tener en mente» a más personas que esas habría sido superflua. «Imaginar» una totalidad mayor que la realmente accesible para los sentidos era algo tan innecesario como, dadas las circunstancias, inconcebible. Las mentes no necesitaban almacenar aquello que los sentidos no tenían posibilidad de captar… Fue con la llegada de la cultura cuando debió de producirse (y, de hecho, se produjo) la superación del límite marcado por el «número de Dunbar». ¿Fue el hecho de atravesar esa barrera el primer acto de transgresión de los «límites naturales»? Y puesto que transgredir límites («naturales» o autoimpuestos) es el rasgo definitorio de la cultura y su modo de ser, ¿fue esa también el acta de nacimiento de la cultura? 

Aclaremos también que, con el inicio de la secuela cultural de la evolución, el terreno de las relaciones reconociblemente «significativas» se dividió —a todos los efectos prácticos— en dos espacios correspondientes a dos tipos autónomos (aunque interrelacionados) de «significación»: la sensual/emocional o específica y la mental o abstracta. Es la primera variedad de «significación» la que supuestamente puede haber «fijado límites», pues es la que continúa dependiendo de la dotación (esencialmente inalterada) con la que la evolución ha equipado a la especie humana; la segunda variedad, sin embargo, está manifiestamente liberada de las restricciones impuestas por los «límites naturales», aunque también es eminentemente libre de fijar (y revocar o transgredir en la práctica) sus propias barreras. Buena parte de la labor de la cultura ha consistido hasta el momento (y sigue consistiendo) en dibujar y redibujar las fronteras que separan el «aquí» del «allí», el «dentro» del «fuera», el «nosotros» del «ellos», así como en subdividir y diferenciar aún más los terrenos internos de cada una de esas categorías y, dada la pluralidad de culturas y de interfaces de intervenciones culturales, esa labor consiste también en generar «áreas grises» de ambivalencia entre territorios mutuamente delimitados y, por tanto, en suscitar manzanas de la discordia que sirven, a su vez, de estímulo adicional para las ansias de delimitación fronteriza. El «número de Dunbar» es, en sí mismo, un ejemplo típico de ese ejercicio cultural de trazado de fronteras (una actividad que se remonta, según el mito etiológico de Lévi-Strauss, al «nacimiento de la cultura» misma —es decir, a la prohibición del incesto—, momento que significó la división de las mujeres en objetos sexuales permitidos y prohibidos). 

Las «redes de amistades» mantenidas por vía electrónica prometían romper con las contumaces e intrépidas limitaciones a la sociabilidad fijadas por nuestra dotación genéticamente transmitida. Pues bien, según Dunbar, no lo han hecho y no lo harán: la promesa es imposible de cumplir. «Sí —dice Dunbar en el artículo de opinión que ha publicado en el New York Times del 25 de diciembre—, cualquiera puede incluir como “amigos” a quinientas, mil o hasta cinco mil personas en su página de Facebook, pero todas ellas salvo las ciento cincuenta más fundamentales serán meros voyeurs curioseando en la vida diaria del titular de la cuenta». Entre esos miles de amigos y amigas de Facebook, las «relaciones significativas» (tanto las mantenidas electrónicamente como las vividas en desconexión) quedarán circunscritas dentro de los intraspasables límites del «número de Dunbar». El verdadero servicio prestado por Facebook y los otros sitios «sociales» de su tipo es el mantenimiento de un núcleo central y constante de amigos en las condiciones de elevada movilidad, rápido movimiento y apresurado cambio del mundo actual. 

Nuestros antepasados remotos lo tuvieron fácil: ellos y sus seres queridos tendían en general a habitar el mismo lugar desde que nacían hasta que morían, en estrecha proximidad mutua y al alcance y a la vista los unos de los otros. Es muy poco probable que ese fundamento que podríamos denominar «topográfico» de los lazos a largo plazo (vitalicios incluso) reaparezca y, menos aún, que sea inmune al fluir del tiempo, vulnerable como es a las vicisitudes de las historias de las vidas individuales. Pero, afortunadamente, hoy tenemos maneras de «mantenernos en contacto» que son plena y verdaderamente «extraterritoriales», y, por consiguiente, independientes del grado y la frecuencia de la proximidad física. «Facebook y otras redes sociales», y sólo ellas, a juzgar por lo que sugiere Dunbar, «nos permiten mantener amistades que, de otro modo, decaerían enseguida». Pero no terminan ahí los beneficios que nos brindan: «Nos permiten reintegrar nuestras redes, de manera que, en lugar de tener varios subgrupos inconexos de amigos, ahora somos capaces de reconstruir, aunque sea de modo virtual, algo parecido a las antiguas comunidades rurales en las que todo el mundo se conocía» (el énfasis lo he añadido). En todo caso, en lo que a la amistad respecta (o, al menos, eso es lo que Dunbar da a entender, aunque no con estas mismas palabras), la idea de que «el medio es el mensaje» lanzada en su día por Marshall McLuhan ha quedado refutada; por otra parte, sin embargo, la otra conocida sugerencia de ese mismo autor, la de la llegada de una «aldea global», sí se ha hecho realidad. «Aunque de modo virtual»… 

Pero ¿no es la «virtualidad» una diferencia que marca la diferencia, valga la redundancia (una diferencia, por cierto, mucho mayor y más trascendental para la suerte de las «relaciones significativas» de lo que Dunbar está dispuesto a reconocer)? La vida en «las antiguas comunidades rurales» dificultaba ligar lazos que no estuvieran ya interconectados «por sí mismos», por así decirlo, y, en concreto, por las circunstancias propias de las personas que habitaban, unas al lado de las otras, la misma «comunidad rural». Y dificultaba en similar medida, si no más aún, desligar los lazos que ya existían, anularlos y cancelarlos, a menos que una o más de las personas entrelazadas murieran. La vida en línea, por su parte, facilita hasta extremos infantiles que «comencemos» una relación, pero también hace que resulte mucho más sencillo salir de una, al tiempo que convierte en peligrosamente simple pasar por alto la pérdida de contenido de la «relación», que se va consumiendo, que pierde intensidad y que, finalmente, se disuelve por pura falta de atención. 

Hay motivos para sospechar que son precisamente esas facilidades las que han valido a las «redes sociales» la tremenda popularidad de la que gozan actualmente y las que han convertido a su autoproclamado inventor y (seguramente) principal promotor comercial, Mark Elliot Zuckerberg, en multimillonario de la noche a la mañana. Tales facilidades fueron también las que permitieron que la tendencia moderna a la ausencia de esfuerzo, la comodidad y el confort alcanzara y conquistara finalmente el hasta entonces tozuda y apasionadamente independiente territorio de los lazos humanos. Han conseguido que esa sea una región sin riesgos (o casi); han conseguido que sea imposible (o casi) que los antaño deseables permanezcan con nosotros más tiempo de la cuenta; han conseguido que nos salga a coste cero (o casi) recortar pérdidas. En definitiva, han logrado la hazaña de cuadrar el círculo, de poder tener todo sin necesidad de elegir. Al limpiar el ámbito de las interrelaciones de todos y cada uno de los compromisos y condiciones que las atenazaban, han extirpado el desagradable lunar de la indestructibilidad que anteriormente afeaba el rostro de la comunión humana. 

Dunbar está en lo cierto cuando afirma que los sustitutos electrónicos de la comunicación cara a cara han modernizado la herencia que arrastrábamos desde la Edad de Piedra, adaptando y ajustando las formas y los medios del contacto humano a las exigencias de nuestra nouvel âge. Lo que parece haber pasado por alto, sin embargo, es que en el curso de dicha adaptación, esos medios y formas también se han visto considerablemente alterados y que, de resultas de ello, también ha cambiado el significado de las «relaciones significativas». O sea que también debería haberse modificado el contenido del concepto mismo del «número de Dunbar». A menos, claro está, que sea precisamente el número (y el número sin más) el que agote en sí mismo todo el contenido del concepto… 


Fuente.

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